No termino de entregarme a los brazos de la holganza. No sé si por falta de tiempo o porque el contexto es poco inspirador.
Hoy me metí en una iglesia de la plaza del casco histórico. Adentro no había nadie más que un pájaro que piaba con un nocivo eco celestial.
Después de un café con leche caliente y una medialuna dura, dejé el hotel y me fui a caminar por ahí.
El panorama era muy distinto pincelado con los colores de una mañana diáfana y un descanso -casi- reparador.
Mientras escribo en el jardín escucho más pájaros piando clamorosos, como exigiendo atención acústica, los mismos que escuché esta mañana cuando me despertaba en la habitación. Un pájaro libre no pía con tan maquinal implosión rítmica.
Me di vuelta y ahí los vi, dos jaulas pequeñas con dos ejemplares privados de volar pero no de cantar.
Es curioso, el pájaro de la iglesia de ayer me transmitió paz y una libertad extrañamente esotérica (lo esotérico siempre me pareció siniestro, que algo provoque libertad al lado de tal abrumador sentimiento es tan contradictorio como lo que me provoca tu llegada a este sitio, una incertidumbre inconstante de salvación o de condena) pero a fin de cuentas era un pájaro que entró por equivocación y buscaba la salida de una jaula más grande y repleta de santos.
Caminé seis cuadras hasta la calle principal y un abanico de negocios de pantuflas, pollerías y remiserías se iba abriendo, y cuanto más me acercaba al río Paraná los edificios históricos y plazas iban copando el paisaje, suplantando pollerías por almacenes artesanales y mercerías por casas de piedra bajas.
Aunque mi cabeza seguía en la ciudad, de a poco me iba entregando al improvisado descanso, imaginándome cómo sería llevar una vida de pueblo, despertándome todos los días allí. Me acostumbraría, me contesto.
A medida que me volcaba a la idea ficticia de vivir en este lugar, por un instante se volvió tan verídico que el olor de los naranjos se me presentó tan familiar como una casita de piedras grises, chata y minimalista, con una puerta y una ventana que daba a la plaza, despertándome a la vez recuerdos de una infancia cerca de esa casa, con atardeceres en la cuadra de los naranjos. Parecía un dibujo de un cuento que tenía de chica, donde el ilustrador pintaba cielos anaranjados y casas bajas, estrellas y lunas muy brillantes para las escenas nocturnas pero siempre una desolación que acompañaba y protegía, porque aquellas ilustraciones eran solo maquetitas para depositar historias donde absolutamente todo podía ocurrir en un escenario que parecía de lo más insulso. Hoy sigo viendo mil historias en las cosas más insulsas.
De pronto me encontré parada, inmóvil, sintiendo añoranza por algo que no fue, extrañando una casa en la que no viví.
Esa vida, esa realidad, me hacía acordar a mis abuelos y al tedio de domingos sin mucho para hacer, aunque cándidos y protectores. La sensación de que nada muy malo podría pasar un domingo, porque el mal tendría fiaca y dormiría la siesta. Un poco más grande entendí que el mal muchas veces eran los pensamientos y que costaba trabajo, a veces, mandarlos a siestar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario