sábado, 13 de septiembre de 2014
Día 1
Me dio la bienvenida un día plateado lunar, con un viento que disparaba flechas invisibles que se clavaban en cada poro de mi piel, helándola hasta la insensibilidad. Por suerte el tramo entre la terminal y el hotel -en taxi- fue corto, pero no lo suficientemente corto como para impedir entablar una conversación con el taxista, hombre de pocas palabras pero que, a juzgar por la escala valorativa en el rango de sus consejos, consideró importante advertirme dos cosas: la primera, que las naranjas de los árboles que adornaban una cuadra entera de un aroma lisérgicamente dulce y florar, eran amargas y no servían para comer, aunque sí eran muy buenas para hacer dulces. La segunda, que tuviera cuidado por la noche, más siendo una chica y andando sola. Le di las gracias y le pagué más de lo que calculé que costaría aquel trayecto. Entonces el auto disparó mientras yo arrastraba la valija con rueditas torpemente y apenas lograba abrir la reja del hotel.
La señora de la limpieza me hizo completar un formulario para el check-in a la vez que me contaba que la iban a operar de la tiroides, clavándome sus ojos claros y redondos cargados de una dureza tibia pero intimidante (a pesar de su voz suave y de tosca modulación).
Mentí y, mientras completaba el formulario, le contesté de manera automática que el hospital donde la operarían era muy bueno, intentando generar conciliación o rogando un perdón tácito por acaso ser yo la verdadera culpable de sus tiroides. Luego de aquella introducción, finalmente le dije: Soy Eugenia Islas y ya hice el depósito.
La habitación 103 estaba bien, tenía todo lo que tenía que tener, ni más ni menos, pero estaba helada. La estufa recién encendida en piloto bostezaba apenas un calorcito que tardaría horas en aclimatar, así que busqué frazadas extras en el armario y me acosté en la cama matrimonial (de colchón plastificado) toda para mí y me tapé hasta las orejas mientras hacía zapping y pensaba qué carajos hacía yo en San Pedro, sintiéndome heroica y patética en iguales proporciones.
Un poco menos de una hora después me desperté de una siesta involuntaria con el estómago ladrándome, recordando que siendo casi las cuatro de la tarde no había almorzado. Pero contaba con un paquete de vainillas y medio chocolate con maní.
Bajé a preguntar si allí cocinaban, si podía comer algo, pero solamente servían el desayuno.
Abrigada hasta la médula, junté fuerzas para salir a ver qué podía conseguir. En recepción me dieron info de un super chino cerca. Bares, nada. Restaurantes o bodegones, nada.
El barrio no estaba muerto pero sí agonizante; la tarde helada y la hora de la siesta daban un marco poco esperanzador para encontrar algo abierto o para creer en el sentido de la vida. Los lugareños pasaban con sus motitos y los perros de la calle me lanzaban cómplices miradas de curiosidad y juicio. Era inútil pasar inadvertida (no ayudaban ni la altura ni los rulos de mi cabeza).
Finalmente encontré el chino abierto y luego de hurgar un rato entre las góndolas no encontré nada mejor para almorzar que las vainillas que ya tenía así que compré una lata de cerveza para acompañarlas y algunas manzanas. Vainillas con cerveza será (para un bicho de capital es difícil encontrar algo rápido para comer que no contenga carne ni requiera fuego).
La tarde caía en la habitación 103 y el frío, aunque continuaba, prometía disminuir.
Luego del almuerzo dediqué unas horas a Orlando, de Virginia Woolf y a un cuento de Bolaño hasta que oscureció. Era tarde para aventurarme en ir hacia el centro así que opté por otra cerveza en el chino y una tarta de delivery al hotel.
Tenía que pasar la primera noche, el dormir me iba a terminar de hacer adaptar. Necesito adaptarme a cada cosa nueva, tantear los rincones de todos los espacios como los gatos, olfatearlo todo.
La noche pasó entre sueños con chinos (o acaso eran japoneses?) y el nuevo día, despejado y menos gélido, prometía aventura pueblerina.
El despertador sonó a las nueve y media y, para mi sorpresa, noté una fila de hormigas desfilando al rededor y dentro del paquete de vainillas -con unas pocas todavía adentro- que dejé la tarde anterior sobre de la mesa de luz.
Si para adaptarme buscaba signos de familiaridad, aquel era el mayor de los signos. En mi casa de capital, era costumbre para mí guardar el azúcar en la heladera.
viernes, 18 de julio de 2014
Hipotexto
El último pensamiento desde la ventana del avión
miércoles, 16 de octubre de 2013
Verosímil
miércoles, 9 de octubre de 2013
Bichos de luz
Trapos viejos
domingo, 6 de octubre de 2013
Papel de lija, Canciones, Hambre
domingo, 15 de septiembre de 2013
Canjearé palabras por millas de viajero frecuente
Separados por un océano y separados por tiempo. Pinceladas de tiempo que colorean nuestras pieles con colores complementarios.
viernes, 19 de abril de 2013
La palabra me recuerda que existió
viernes, 7 de diciembre de 2012
miércoles, 21 de noviembre de 2012
Imanes
jueves, 4 de octubre de 2012
Cabrona
domingo, 30 de septiembre de 2012
Ojos/Almas
Me distraen las cosas triviales e inconstantes como la belleza, el placer estético y la condena del alma.
Eso que admiraba en vos ahora lo tengo yo y lo repudio.
El tiempo anclado, infinito, sin embargo, no deja de correr. El otoño tiene el color de un lugar mágico que conocí, cuando todavía no sabía, cuando todavía no voy a comprender.
Hay ojos que se ven y hay ojos que cuesta ver.
Aunque la mirada sea penetrante, estos ojos tienen un destello huidizo, como si delataran un alma inquieta que está pero no está.
A tus ojos
volver y mirar
Mirarlos, otra vez
destellar
Como dos planetas
inhabitados, desconocidos
para los míos
Ciegos por vos.
sábado, 28 de abril de 2012
La lluvia
sábado, 31 de diciembre de 2011
Espiral
domingo, 25 de diciembre de 2011
Reconstrucción
domingo, 25 de septiembre de 2011
Anticuados vestidos floripondio
Pasaban el rato chismoseando, siempre sentadas, con sus anticuados vestidos floripondio.
A decía que no comería maníes porque no se había lavado las manos desde que llegó.
J decía: las bacterias son mis amigas, y comía con las dos manos, engrasándose los dedos que luego se limpiaba en el vestido.
Por qué nadie las querrá. Tal vez son feas. Tal vez son anticuadas. Cuando se hagan señoritas, los caballeros las desearán.
Cuando mamá me hace los rulos, los vecinos me miran un montón, decía J. A pensaba: qué puta, y se preguntaba por qué hoy no se habría hecho los rulos para el baile, y como si J le leyera el pensamiento decía que había humedad y que con el tiempo así los rulos le quedaban como alambre.
A pensaba que J se hacía la grande, aunque en verdad era más chica.
Las dos, ahora, hablaban de hacerlo. Las dos miraban al mismo, se llamaba Federico y era rubio.
A decía que tenía cara de príncipe. Ciertamente, era un príncipe y bailaba como tal.
J sabía imitarlo muy bien cuando, con A, jugaban a los príncipes amantes. J levantaba una ceja igual que Fede y miraba a A como si de verdad la deseara. A siempre terminaba riéndose y arruinaba todo porque le sacaba credibilidad.
La ropa, siempre puesta. y las caricias, por arriba del vestido. cuando sean señoritas, los caballeros las desearán.
lunes, 28 de febrero de 2011
media tarde
martes, 22 de febrero de 2011
la sensación
me acosté, estiré las piernas apoyándolas sobre la pared y jugué con mis pies.
pensé en la sensación.
la panza se me estrujaba de hambre y de algo más. el temor a ser descubierta por los invitados me atemorizaba. pensé en varias estrategias para seguir siendo la de siempre, ser yo.
la pierna derecha se me acalambraba y sentía el hormigueo subir del tobillo hasta el muslo. la sacudí un buen rato mientras la izquierda permanecía enderezada, tocando la pared.
bajá las piernas de ahí, sentate como una persona adulta, ¿querés?
tocaron el timbre, los invitados estaban llegando. el calambre me recorría ahora el cuerpo entero, comencé a moverme con electricidad para estar normal.
pegué un salto desde la cama, me disponía a salir de la habitación pero decidí cerrar la puerta para pensar tranquila en la sensación.
se me ocurrió fingir un ataque al hígado, un espasmo, un extraño malestar indefinible.
el cerebro me dolía de tantas ideas malas, me deshice de ellas.
escuché murmullos, gente que llegaba, tías que preguntaban por mí. hice un último movimiento eléctrico con los brazos y la cabeza, para que el hormigueo no volviera a sorprenderme.
salí de la pieza. esa noche hablé muy poco pero comí mucho. todos me trataron como si yo siguiera siendo yo.
martes, 4 de enero de 2011
pausa
me unifico en una pausa, tomo aire y te miro.
no veo la forma de tus ojos ni el contorno de tus rasgos. no me acuerdo de vos, sólo de tu expresión. estás frente a mí, pero ya no me sale verte.
martes, 23 de noviembre de 2010
muerte en venecia
me detuve un instante en su cuello. el cable de los auriculares dibujaba una delgada línea de sombra hasta el hueso de su clavícula. los labios concentrados murmuraban sin gesticular. mil novecientos noventa y dos. o quizás noventa y tres. como sea, la diferencia es abismal. me pregunto si conociste las galletitas en lata, los muerde cordones y los vasos plegables. muerte en venecia. bajamos en la próxima y nadie se entera. inaceptable, pecaminoso, ilegal. vamos. sigamos caminando. entonces noto que no soy más alta que vos y eso me deja tranquila. entonces nos detenemos con violencia muda en la primera esquina. entonces morimos en éxtasis cuatro minutos o mil. todo es sepia ¡venecia! me pregunto si conociste las galletitas en lata, los muerde cordones y los vasos plegables. bajamos en la próxima y nadie se entera. acqua alta. estoy inundada de alucinaciones. logro salir de la hipnosis a la que me sometió tu indiferencia plácida. bajemos y caminemos hasta la primera esquina, pero en colores. ¿dónde..? grito con la mirada, recorro el andén vacío ciento ochenta grados. te llevó la marea mientras yo moría en venecia.